Han transcurrido treinta y seis años desde que se instauró en España
la democracia con una monarquía constitucional como forma de Estado, con
un Rey impuesto por el dictador y nunca sujeto a un referéndum de la
ciudadanía. Éste fue el principal precio que se pagó en el proceso de
Transición de la dictadura a la democracia, al no tener lugar la ruptura
democrática y articularse una reforma pactada, bajo la presión ejercida
por el Ejército surgido del golpe de Estado de 1936 contra la II
República, los poderes económicos y la larga mano de los EE.UU.
La instauración de esta forma de la Monarquía de Juan Carlos de
Borbón fue acompañada, además, por la introducción en la Constitución de
1978 de toda una serie de preceptos que configuran a dicha institución
con perfiles claramente antidemocráticos. La clave de bóveda de esta
grave contradicción constitucional radica en que el artículo 1.2
proclama que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que
emanan los poderes del Estado”, y por otro lado el artículo 56,
apartado 3, establece que “la persona del Rey es inviolable y no está
sujeta a responsabilidad”. Flagrante vulneración del principio de
igualdad entre todos los españoles que proclama la misma Constitución.
Treinta y cinco años después de aprobada la Constitución que ha
regido desde entonces la vida de nuestra sociedad, tenemos la firme
convicción de que ha llegado el momento de poner fin a tamaña anomalía.
Es evidente que los escándalos de todo orden que han salpicado
últimamente a la Casa Real han contribuido a acrecentar la desafección
entre la ciudadanía hacia la persona del rey y su familia. Para
nosotros, no es una cuestión de personas, sino de la institución
monárquica en sí, a la que consideramos obsoleta, anacrónica y contraria
a los principios de la democracia, conforme a la cual todos los que nos
representan han de ser libremente elegidos por el pueblo, incluido el
jefe del Estado.
La profunda crisis que vive hoy nuestro país- no solo económica, sino
también política y moral-, recuerda, salvando las distancias temporales
que nos separan de aquel periodo histórico, la vivida en las
postrimerías de la dictadura de Primo de Rivera, que desembocó en el
advenimiento de la II República. La Agrupación al Servicio de la
República lanzaba entonces un llamamiento a favor de la instauración en
España de un régimen republicano. “La Monarquía de Sagunto”- decía ese
llamamiento- “ha de ser sustituida por una República”. Pero, dado que la
Monarquía no iba a ceder “tan galantemente”, y el paso a un sistema de
poder público solo se rendiría “ante una formidable presión de la
opinión pública”, era urgentísimo organizar esa presión, haciendo que
“sobre el capricho monárquico” pesase “con suma energía la voluntad
republicana de nuestro pueblo”. La Monarquía de hoy, surgida por
imposición de un régimen dictatorial y perpetuada por los pactos
concertados por los partidos de izquierda con la derecha postfranquista,
tampoco es representativa de esa voluntad.
El Manifiesto de febrero de 1931 se proponía movilizar a la
ciudadanía para que formara “un copioso contingente de propagandistas y
defensores de la República española”. Sus autores llamaban a “todo el
profesorado y magisterio, a los escritores y artistas, a los médicos, a
los ingenieros, arquitectos y técnicos de toda clase, a los abogados,
notarios y demás hombres de ley”. También se refería muy especialmente a
la necesidad de contar con ”la colaboración de la juventud”, respecto
de la cual se expresaban así: “Tratándose de decidir el futuro de España
es imprescindible la presencia activa y sincera de una generación en
cuya sangre fermente la sustancia del porvenir”.
Lo mismo que ayer, nuestro llamamiento va también dirigido hoy a los
intelectuales- escritores, periodistas, artistas-, a los que desempeñan
tareas docentes desde la escuela primaria a la Universidad, a los que
ejercen profesiones liberales- médicos, ingenieros, arquitectos,
abogados-, a los integrantes de la decisiva comunidad científica, a los
que ocupan cargos en la función pública, y, por supuesto, a la clase
trabajadora, que fue y sigue siendo la que más soporta el peso de las
injusticias y desigualdades del salvaje capitalismo neoliberal. Y, de
manera muy particular, a las generaciones jóvenes que no participaron en
la discusión y aceptación de la Constitución de 1978, pero cuyas
consecuencias padecen como el resto de la sociedad. Porque nosotros
también insistimos en que su savia nutra el futuro.
Ha llegado el momento de que los españoles decidamos en plena
libertad el régimen que deseamos para España. Por ello, pedimos la
convocatoria de un referéndum, en el que se tenga la posibilidad de
elegir libremente entre Monarquía o República. En el caso de triunfar
esta última opción, se abriría un periodo de Cortes Constituyentes, en
el que se elaboraría una nueva Constitución y se procedería después a la
convocatoria de elecciones para la formación de un nuevo Parlamento
como representante de la soberanía popular. La Constitución que se
adopte debería prever las modalidades de elección del Presidente de la
República del nuevo Estado, que adoptaría la forma de República federal.
El nuevo Estado no sería aconfesional, como lo es el actual, conforme
a la Constitución de 1978, cuyo artículo 16, apartado 3, dice que
“ninguna confesión tendrá carácter estatal”, sino laico, como estipulaba
el artículo 3 de la Constitución de 1931: “El Estado español no tiene
religión oficial”. En él se fomentarán y divulgarán desde la escuela
primaria los valores laicos y republicanos.
Desde el final de la Guerra Civil hasta hoy la consigna más falaz
esgrimida por los vencedores del conflicto no ha sido otra que repetir
machaconamente que tanto la I República, la de 1873, como la II, la de
1931, constituyeron un fracaso que condujo a España a la
ingobernabilidad provocada por el desorden. Quienes aún hoy se permiten
formular esta opinión o bien tergiversan deliberadamente el significado
de las dos experiencias republicanas o son víctimas del lavado de
cerebro que desde hace más de dos siglos (1789, Revolución Francesa) han
venido persiguiendo los monárquicos volcados en impedir por todos los
medios, incluidos los golpes de Estado de los generales Pavía y Franco,
la modernización social y cultural que acarrearon las dos experiencias
republicanas, la II en particular.
La III República ha de ser la obra de todos los españoles, hombres y
mujeres, en un esfuerzo común por dotar a nuestro país de un Estado que
esté en consonancia con nuestro tiempo. Una de las mayores
preocupaciones de los hombres y mujeres de la II República fue la
moralización de las instituciones y de la vida pública degradadas por un
sistema, también bipartidista, que desembocó en la primera dictadura
militar del siglo XX amparada por el monarca Alfonso XIII. Obviamente,
entre las tareas primordiales del nuevo régimen republicano figurará el
objetivo de apostar por la igualdad social. También la consecución de un
moderno Estado de Bienestar asentado en una fiscalidad progresiva más
justa cuyas conquistas sociales hagan pasar a la historia las hasta
ahora conseguidas.
La III República no es una quimera, no es una utopía. Es una urgente
necesidad de regeneración democrática. Y puede ser una realidad, si
todos nos unimos y luchamos juntos por conseguirlo. Sin olvidar las
experiencias republicanas del pasado, la III República ha de mirar hacia
el futuro.
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